Justo antes de que Jesús fuera encarcelado y para luego ser crucificado, le dio a sus discípulos un mandamiento: “Un mandamiento nuevo les doy: “que se amen los unos a los otros”; que como Yo los he amado, así también se amen los unos a los otros. En esto conocerán todos que son Mis discípulos, si se tienen amor los unos a los otros.” (Juan 13:34–35).
Durante los últimos momentos con sus discípulos, Jesús demostró cómo es este amor y les ordenó a sus discípulos reflejar dicho amor hacia los demás. Una de las mejores maneras en que el mundo puede conocer el evangelio y reconocer nuestra identidad como seguidores de Cristo es que amemos a los demás como lo hizo Cristo.
Una de las mejores maneras en que el mundo puede conocer el evangelio y reconocer nuestra identidad como seguidores de Cristo es que amemos a los demás como lo hizo Cristo.
Amamos a los demás porque amamos a Dios
Si observamos el Antiguo Testamento, podemos resumir los Diez Mandamientos en dos mandamientos supremos: amar a Dios y amar a tu prójimo. Desde los días de Moisés, los creyentes han tenido un esquema claro y directo de cómo deben vivir y de como deben servir a Dios.
Amamos a los demás y podemos amar a los demás bien porque amamos a Dios sobre todas las cosas. En las Escrituras, Jesús dijo: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; el que permanece en Mí y Yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de Mí nada pueden hacer.” (Juan 15:5).
Solo podemos ser fructíferos en el amor porque hemos experimentado y sido radicalmente cambiados y redimidos por el amor de Cristo. Jesús modeló el amor de la manera más perfecta: “en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.” (Romanos 5:8). Dado que somos amados completa, perfecta e incondicionalmente por Dios, podemos reflejar su amor hacia los demás. La señal de amar verdaderamente a Dios con todo el corazón, alma, mente y fuerzas es que también amamos a los demás. Somos imperfectos, así que nuestro amor no será perfecto, pero será una demostración tangible y visible del evangelio para otros y servirá como nuestro testimonio.
Servimos a los demás porque Cristo nos sirvió
Al principio de Juan 13, Cristo hace una demostración de amor servil, dándonos un modelo a seguir. Mientras los discípulos se reunían para cenar, Jesús se levantó y les lavó los pies. En ese período, las calles estaban llenas de suciedad, lo que hacía que los pies se ensuciaran al caminar afuera. Por lo tanto, un siervo lavaba los pies de una persona cuando regresara a casa. No era cualquier siervo quien se encargaba de esta tarea, sino el más bajo de los siervos. Era un trabajo impuro e indigno, sin embargo, Cristo se humilló a sí mismo al lavar los pies de sus discípulos, incluido aquel que lo traicionaría.
Después de lavar los pies de los discípulos, Jesús dijo: “Pues si Yo, el Señor y el Maestro, les lavé los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Porque les he dado ejemplo, para que como Yo les he hecho, también ustedes lo hagan.” (Juan 13:14–16).
El mandato que Jesús dio en el aposento alto nos lleva a su mandato final y supremo para todos los discípulos de Cristo: la Gran Comisión.
El amor no es arrogante, sino humilde, como vemos cuando el más alto de los altos, el Príncipe del Cielo, se hizo bajo. Entonces, nosotros también nos humillamos para cuidar y ayudar a los demás para que podamos mostrar a Cristo a través de nuestras acciones.
Compartimos el evangelio porque amamos a los demás
El mandato que Jesús dio en el aposento alto nos lleva a su mandato final y supremo para todos los discípulos de Cristo: la Gran Comisión (Mateo 28:16–20). La mejor manera en que podemos amar a los demás es contándoles sobre la forma en que Cristo nos amó en la cruz. Compartir el evangelio no requiere un título de seminario, una gran cantidad de versículos bíblicos memorizados, ni la sabiduría o estatura de una edad avanzada. Lo único que requiere es haber nacido de nuevo y haber sido transformado por el perdón que Jesús nos dio libremente a través de su sacrificio, y podremos contarles a otros sobre esta nueva vida en Cristo.
Cuando consideramos las consecuencias de alguien que no acepta a Cristo, si realmente los amamos, querremos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para asegurarnos de que algún día estén en la mesa del Señor en el cielo. Y eso solo puede suceder si escuchan y creen en el evangelio.